El Falso Demócrata: Zedillo y el Sexenio que Nos Condenó

El reciente regreso de Ernesto Zedillo a la vida pública mexicana, tras años de un discreto exilio académico en Yale, ha desatado una ola de críticas que desnudan la hipocresía de un expresidente cuyo legado sigue pesando como una losa sobre el país. Su reaparición, cargada de discursos sobre democracia y principios liberales, contrasta brutalmente con el desastroso sexenio (1994-2000) que dejó a México sumido en crisis económicas, violencia y un autoritarismo disfrazado de tecnocracia. Zedillo, un accidente histórico que llegó al poder tras el asesinato de Luis Donaldo Colosio, no solo traicionó las expectativas de cambio, sino que consolidó un sistema de desigualdad, represión y complicidad con el deterioro social.

Zedillo no estaba destinado a gobernar. Luis Donaldo Colosio, el carismático candidato del PRI, representaba una esperanza de renovación dentro de un partido anquilosado. Su asesinato en 1994 en Tijuana abrió la puerta a Zedillo, un economista gris, sin carisma ni arraigo político, elegido por las élites priistas para mantener el statu quo. Este “accidente de la historia” asumió la presidencia en un momento crítico, pero su gestión agravó los problemas que heredó, dejando cicatrices que aún no sanan.

El manejo económico de Zedillo es, sin duda, uno de los capítulos más oscuros de su mandato. Apenas tres semanas después de tomar posesión, el país se hundió en la crisis conocida como el “Efecto Tequila”. La devaluación del peso en diciembre de 1994, resultado de políticas insostenibles y una transición mal manejada, provocó una caída del 71% en el valor de la moneda, quiebras masivas de empresas y el empobrecimiento de millones de familias. La pobreza patrimonial alcanzó al 69% de la población en 1996, mientras Zedillo optaba por rescatar a los banqueros con el infame Fobaproa, un mecanismo que socializó deudas privadas a un costo de más de 2.5 billones de pesos, que los mexicanos seguirán pagando hasta 2042. Este acto de cinismo, disfrazado de necesidad económicaほどの

Su autoritarismo no fue menos devastador. Zedillo fortaleció el control del Ejecutivo sobre el Poder Judicial, presionando a la Suprema Corte para alinear sus decisiones con los intereses del gobierno. Esta manipulación institucional, que hoy critica con desfachatez, fue una constante en su sexenio, evidenciando su doble moral al presentarse hoy como defensor de la democracia. Su supuesta “transición democrática” al ceder el poder al PAN en 2000 no fue un acto de convicción, sino la consecuencia inevitable de un PRI debilitado por sus propios excesos y la indignación popular.

El sexenio de Zedillo también estuvo marcado por la violencia y la impunidad. Las masacres de Aguas Blancas (1995) y Acteal (1997), perpetradas por fuerzas estatales y paramilitares, dejaron decenas de muertos y expusieron la brutalidad de un gobierno que reprimía a las comunidades indígenas mientras simulaba dialogar con el EZLN. En Acteal, 45 tzotziles, incluidos niños y mujeres embarazadas, fueron asesinados en un acto que el Estado intentó encubrir como un conflicto intercomunitario. Las denuncias de complicidad gubernamental, incluyendo el uso de armas exclusivas del ejército, persiguen a Zedillo hasta hoy, con demandas pendientes en cortes internacionales.

El narcotráfico y la inseguridad también se dispararon bajo su mandato. La debilidad institucional y la corrupción permitieron que los cárteles se fortalecieran, sentando las bases para la espiral de violencia que México sufriría en décadas posteriores. Lejos de combatir el problema, su gobierno fue acusado de tolerar nexos con el crimen organizado, un lastre que heredó a sus sucesores.

Que Zedillo reaparezca ahora, pontificando sobre democracia y criticando el rumbo del país, es un insulto a la memoria colectiva. Su sexenio no solo fue perdido, sino que marcó un retroceso en la lucha por la justicia social y la estabilidad económica. México merecía a Colosio, un líder con visión y empatía, no a un tecnócrata que priorizó a las élites sobre el pueblo. La hipocresía de Zedillo, que se atreve a dar lecciones desde su cómodo refugio en el extranjero, no puede borrar la verdad: fue un presidente que nunca debió gobernar, y su legado es una advertencia de lo que sucede cuando el poder cae en manos de los ineptos y los cínicos.